Matame! matame!, le gritaba al vagabundo en el callejón oscuro y desolado. Le dieron un año de vida pero qué grande!, su seguro de vida vencía al siguiente mes y no tenía dinero suficiente para renovarlo. Era de un costo casi millonario y la pandemia no le había favorecido en los negocios.
El vagabundo no entendía nada. El hombre le ofrecía una pistola y tenía en la otra mano un fajo de dinero. Es tuyo!, le gritaba. Solo tenés que apretar el gatillo.
Señor, yo soy un vago, no un asesino, le respondió asombrado. La pobreza no me asusta. Y siguió de largo pensando en la miseria de aquel hombre de costoso abrigo, hasta que sintió una bala que le desgarraba caliente la espalda abriéndose paso hasta sus intestinos, la respiración se le transformó en un último supiro.
Lo encontraron aún tibio, con su asesino al lado tendiendo las manos hacia las esposas del policía, soñando con que lo matarían muy pronto en la cárcel. Antes de fin de mes, preferiblemente. Nadie me podrá negar que amo a mi familia, se decía.
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